“Antes interpretaba roles; ahora interpreto partes de mí misma, que son las partes de todos”, dice la actriz a propósito de “Psicomedia”, el unipersonal que estrenará el 3 de octubre en el renovado teatro García Lorca del Centro Español del Perú. Antes del estreno, una lección de vida.
Claudia Dammert ha mudado de piel. A los 63 años y sin necesidad de ser un reptil. La primera vez que la entrevistaron en “Cosas” fue en febrero de 1993, época en que juzgaba con facilidad a las personas y despotricaba públicamente sin temor a equivocarse. “Alan García es uno de los brutos más grandes de la historia”, proclamó aquella vez. Y Mario Vargas Llosa tampoco se libró de su artillería. “Es el peor enemigo que puede tener el país”, dijo. “Un niñito berrinchudo que porque no salió presidente ahora clama para que no le den nada al Perú”.
Pero Claudia ya no es más la gurú que pretendía saber todo lo que le preguntaran, ni la mujer que se fue a vivir a Huaripampa por amor, o la madre que, emulando las prédicas de Confucio, prefería que sus hijos crecieran “con un poco de hambre y frío”. Porque cuando tomó la decisión de mudarse con su esposo de Caraz a Huaripampa, sus hijos, Aktsi y Oriana –la actriz de “Hairspray”–, no quisieron seguirles los pasos y se quedaron viviendo solos en Caraz, en plena adolescencia, cuando apenas dos años antes todos se habían mudado a Caraz precisamente con la idea de cultivar su familia. “Nosotros no vamos a claudicar nuestros sueños por los de ustedes, que van a crecer y van a volar”, anunció Claudia a sus dos hijos menores –el mayor, el excampeón de muay thai Rodrigo Jorquera, había nacido durante su anterior compromiso y ya vivía por su cuenta en Lima.

–Antes tenía que ser sabia porque siempre había querido serlo, pero, ¡caracho, no sabía que el camino a la sabiduría es tan salvaje! –dice la actriz, instalada en un cómodo sillón de una habitación que parece, y no es, una sala. Estamos en el lobby del Centro Español del Perú, en una amplia casona que a mediados del siglo pasado pertenecía a los abuelos de Alberto Ísola–. Antes pensaba que ya había trascendido; que Mama Ocllo era un chancay comparada conmigo. Sentía que vivía en el paraíso y que venir a Lima era como viajar al infierno. Hablaba sobre el amor y, por dentro, pensaba: “¡¿qué diablos estoy diciendo?! Estoy hablando de coherencia cuando Aktsi está en depresión, Oriana con bulimia y el esposo con el que formaba una pareja supuestamente perfecta –el argentino Oscar Cicconi– se ha convertido en un extraño en el que ya no confío”. Descubrí que no estaba siendo fiel ni leal conmigo misma, y si seguía así, iba a terminar contrayendo una enfermedad terminal.
Ahora ha regresado a Lima por amor a sí misma, para reencontrarse con sus hijos, reiniciar su vida luego de tomar la decisión de divorciarse y llegar a la conclusión de que creerse dueño de la verdad absoluta es tan errado como martirizarse por errores irreversibles.
–Ya no me siento poderosa para nada –sentencia mientras la luz que se cuela por las ventanas rebota sobre sus lentes–. Un día, me miré en el espejo y noté que pesaba trece kilos menos, y que toda la felicidad que había proclamado no era fácil de conseguir, porque la felicidad es una chamba –“Alan no es bruto, es brillante. Es uno de los pendejos más grandes de la historia y uno de los mejores actores que hemos tenido”, corrige en alusión a la entrevista del año 93–. Tuvo que caerme el huaico encima para que me diera cuenta de que yo también estaba llena de barro.
La absolución
Cuando el año pasado volvió de Huaripampa, sus hijos menores, que ya vivían en Lima, la sometieron a una suerte de juicio familiar por abandono. Aktsi andaba “caminando con los hombros deprimidos” y Oriana acababa de regresar de Buenos Aires con 21 kilos menos –“era espantoso, todo el mundo le decía ‘qué regia, qué flaca’, y yo, ‘qué horrible, qué pálida’”, recuerda Claudia.
La historia completa en la edición 502.